imposible escribir en forma neutral sobre Bobby Fischer aunque lo intentara. Nací el año en que logró el puntaje perfecto en el Campeonato norteamericano de 1963, 11 victorias sin ningúna derrota o tablas. Sólo tenía 20 entonces, pero era obvio desde hacía años que estaba destinado a convertirse en una figura legendaria. Su libro, My 60 Memorable Games, fue una de mis primeras y mas atesoradas posesiones en material de ajedrez. Cuando Fischer arrebató la corona mundial a mi compatriota Boris Spassky, en 1972, yo ya era un fuerte jugador de club que seguía cada movida que llegaba desde Reykjavík. El norteamericano había aplastado a otros dos grandes maestros soviéticos en la ruta hacia el match por el título, pero había muchos en la Unión Soviética que admiraban en silencio su descarado individualismo y su sorprendente talento. Soñaba con jugar contra Fischer algún día, y nos convertimos, eventualmente en competidores, de algún modo, aunque fue en los libros de historia y no sobre el tablero. Dejó el ajedrez competitivo en 1975, abandonando el título que había codiciado tanto durante toda su vida. Pasaron diez años antes de que yo ganara el título al sucesor de Fischer, Anatoly Karpov, pero rara vez un entrevistador perdía la oportunidad de traer a colación el nombre de Fischer. “¿Vencería a Fischer? ¿Jugaría contra Fischer si volviera? ¿Sabe dónde está Bobby Fischer?”.
En ocasiones sentía como si estuviera jugando un match solitario contra un fantasma. Nadie sabía dónde estaba Fischer, o si –por entonces, todavía el más famoso jugador de ajedrez mundo— estaba por ahí planeando su regreso. Después de todo, a los 42 años, en 1985, era aún más joven que dos de los jugadores que yo acababa de enfrentar en la clasificación para el campeonato mundial. Pero trece años fuera del tablero es mucho tiempo. En lo que hace a jugar con él, supongo que me tenía fe y lo dije, pero ¿cómo se puede jugar contra un mito? Tenía a Karpov de que preocuparme, que no era ningún fantasma. El ajedrez había seguido adelante sin el gran Bobby, aún si muchos en el mundo del ajedrez no.
Fue, por tanto, todo un shock ver al verdadero y vivo Bobby Fischer reaparecer en 1992, seguido del primer juego de ajedrez de Fischer en veinte años, seguido de veintinueve más. Había dejado su autoimpuesto aislamiento, atraído por la oportunidad de enfrentar a su viejo rival, Spassky, en el veinteavo aniversario de su enfrentamiento por el campeonato del mundo –y por el premio de cinco millones de dólares–; un gordo y barbudo Fischer se presentó ante el mundo en un resort en Yugoslavia, una nación que atravesaba un sangriento proceso de división.
Las circunstancias eran bizarras. El retorno súbito, el trasfondo de la guerra, un oscuro banquero y traficante de armas como sponsor. Pero ¡era Fischer! No se podía creer. El ajedrez desplegado por Fischer y Spassky en Svefi Stefan y Belgrado fue, previsiblemente, descuidado, aunque hubo unos pocos flashes de la vieja brillantez de Bobby. Pero, ¿era realmente un regreso, o desaparecería tan pronto como había aparecido? ¿Y cómo entender las extrañas cosas que Fischer hacía en las conferencias de prensa? ¿El gran campeón norteamericano escupía sobre un cable del gobierno de los Estados Unidos ? ¿Decía que no había jugado en veinte años porque había sido “puesto en la lista negra… por el judaísmo mundial”? ¿Acusaba a Karpov y a mí de haber arreglado nuestros juegos? Uno tenía que mirar hacia otro lado, pero no podía.
Aún en su mejor momento había preocupación por la estabilidad de Fischer, a lo largo de una vida de estallidos y provocaciones. Luego, estaban las historias de sus dos décadas fuera del tablero, rumores que de algún modo habían circulado por el mundo del ajedrez. Que había empobrecido, que se había vuelto un fanático religioso, que repartía literatura antisemita en las calles de Los Angeles. Parecía todo demasiado fantástico, demasiado en línea con todas las historias sobre cómo el ajedrez vuelve loca a la gente –o cómo la gente loca juega al ajedrez— que han encontrado tan buen lugar en la literatura.
Una cosa era cierta: las viejas preguntas sobre Fischer volvían con vida nueva. Empecé a recibir llamados antes de que Fischer moviera siquiera un peón, y terminamos teniendo un diálogo bizarro a través de la prensa, a medida que los periodistas derivaban las respuestas de uno al otro. Mientras me llamaba tramposo y mentiroso repetidamente en las conferencias de prensa, Fischer decía que el primer obstáculo para jugar un match contra mí era que le debían al menos 100.000 dólares en derechos por la edición soviética de su libro. Qué ironico que su obra maestra, My 60 Memorable Games, una gran influencia en mi juego, fuera presentado como tema de conflicto.
A la distancia, puede que fuera una compensación kármica, dado que era Fischer quien, ahora, tenía que lidiar con incontables preguntas sobre la posibilidad de jugar conmigo. Pero al menos todo el mundo sabía dónde estaba yo, ¿y qué podía decir yo sino que por supuesto jugaría con él? Nunca creí que ocurriera, en especial porque Fischer, que todavía se llamaba a sí mismo campeón mundial, nunca habría pasado el riguroso entrenamiento y los eventos preparatorios que requiere semejante encuentro competitivo.
Según resultó, Fischer no jugó de nuevo después de vencer a Spassky en aquel match de 1992. El juego de Fischer estaba oxidado y él sonaba perturbado, pero en el ajedrez siempre había visto claro y había sido honesto consigo mismo. El entendía que ya no podía conquistar el Olimpo del ajedrez. Pero el fantasma había renovado su licencia para acosarnos durante algún tiempo.
Fischer fue tema de tapa algunas veces más, después de eso. . En julio de 2004, fue arrestado en Japón por tener un pasaporte inválido y fue detenido durante ocho meses, hasta que se le concedió la ciudadanía islandesa como una forma de sacarlo del cautiverio (Fischer había sido un fugitivo de la ley en los Estados Unidos desde que jugó en Yugoslavia en 1992, porque ésta se hallaba bajo sanciones de la ONU en ese momento. En una conferencia de prensa antes del match, Fischer escupió sobre un cable del gobierno de E.U., en que se le advertía que no jugara. Pero había viajado amplia y libremente fuera de los Estados Unidos durante una docena de años y su detención en Japón lo sorprendió tanto como a todos).
Entonces, el 17 de enero de 2008, murió en Reykjavík después de una larga enfermedad cuyo tratamiento había rehusado. Aún esto parecía de algún modo típico de Fischer, quien creció jugando ajedrez contra sí mismo, dado que no tenía a nadie más con quien jugar. Había luchado hasta el final y se había demostrado como su más peligroso oponente.
Las extraordinarias vida y personalidad de Fischer producirán, seguramente, incontables libros y probablemente películas y tesis doctorales. Pero hay pocas dudas de que ninguno de los autores de esas obras futuras estará más calificado para escribir sobre Bobby Fischer que Frank Brady. Relación cercana del joven Fischer, él mismo una “persona del ajedrez” (como las llamamos), así como un experimentado biógrafo, Brady escribió también la primera y la única biografía sustancial sobre él: Bobby Fischer: Profile of a Prodigy (1965, edición revisada en 1973).
Es difícil imaginar un tema más difícil que Bobby Fischer para ser expuesto de modo riguroso y neutral. Era un solitario que no confiaba en persona alguna. Su carisma atraía tanto a cholulos maravillados como a críticos despreciativos. Fischer tenía opiniones fuertes de la clase que tiende a crear sentimientos igualmente categóricos en aquellos que lo conocían –y en aquellos que no. Tuvo una familia muy pequeña y tanto su madre, Regina Fischer, como su hermana mayor, Joan Targ, han fallecido. La inaccesibilidad general de Fischer también provocó incontables rumores y mentiras sobre él, convirtiendo la tarea del biógrafo en un desafío.
Con todo eso en mente, el libro de Brady es un acto de equilibrio impresionante y un gran logro. Aún antes de abrir el libro, no hay razón para dudar de que Brady apreciaba a Bobby Fischer y que tiene un interés como amigo así como fan en en el héroe norteamericano del ajedrez. Pero hay pocos rastros obvios de ello en Endgame, que no vacila en presentar los lados más oscuros del carácter de Fischer sin pretender juzgarlos o diagnosticarlos. El resultado es una oportunidad para el lector de sopesar la evidencia y llegar a sus propias conclusiones –o evitar completamente el juicio y simplemente disfrutar de leer una historia de ascenso y caída que tiene no pocas afinidades con la tragedia griega.
Una imprecisión que es algo más que una exageración dramática ocurre cuando Brady dice que Fischer no era consciente que su oponente soviético en la Olimpíada de Varna en 1962, el gran campeón mundial Mikhail Botvinnik, había recibido ayuda en el análisis de una partida pospuesta (Ndr: en el ajedrez profesional, después de 40 movidas, se puede interrumpir el partido a pedido de uno de los dos jugadores y se prosigue otro día; esto da chances a los jugadores de analizar con más tiempo las posibles variantes del juego en la continuación). La costumbre soviética (Ndr: de que unos jugadores del equipo ayudaran a otros en el análisis) era ampliamente conocida y, en este caso, era más natural, dado que era una competencia por equipos. No es posible que Fischer no hubiera sabido que esto era lo que ocurría.
Empezar por el final parece lo más natural dado que es allí donde más se han mezclado realidad y ficción en el pasado. ¿Por qué, cómo, pudo Bobby Fischer, que amaba el ajedrez y sólo el ajedrez más que nadie antes o después, abandonar el juego tan pronto como conquistó el título? No se trataba de una estrella tratando de marcharse cuando estaba en la cima; Fischer no tenía planes de retirarse. Tenía 29 años y estaba en su mejor momento, y finalmente tenía la fama y la fortuna que siempre supo que merecía.
Fischer regresó de vencer a Spassky en Reykjavík—El Match del Siglo— como campeón mundial, estrella mediática y condecorado combatiente de la Guerra Fría. Se desplegaron ofertas sin precedentes de millones de dólares y acuerdos publicitarios, básicamente cualquier cosa en la que él estuviera dispuesto a poner su nombre o su cara. Con escasas excepciones, rechazó todo.
Hay que tener en cuenta que el mundo del ajedrez de la era anterior a Fischer era risiblemente pobre aún para los modestos estándares de hoy. Las estrellas soviéticas eran subsidiadas por el Estado, pero en el resto del mundo la idea de vivir solamente de jugar al ajedrez era un sueño. Cuando Fischer dominó el torneo de Estocolmo de 1962, una pesada calificación de cinco semanas en el ciclo para el campeonato mundial, su premio fue de 750 dólares.
Por supuesto, fue el mismo Fischer quien cambió la situación, y todo jugador de ajedrez posterior debe agradecerle por sus incansables esfuerzos para obtener para el ajedrez el respecto y la recompensa que él sentía que merecía. Se ganó el apodo que Spassky le dio: “el presidente honorario de nuestro sindicato”. Estos esfuerzos significaron que era, a menudo, la peor pesadilla del organizador de un evento, pero esto no era asunto de Bobby. Diez años después de Estocolmo, la bolsa para el Campeonato Mundial de 1972 entre Fischer y Spassky fue la astronómica cifra de 250.000 dólares, más acuerdos colaterales para recibir una parte de los derechos de televisación.
Es apenas exagerado decir que el impacto de Fischer en el mundo del ajedrez fue tan grande en términos financieros como en el tablero. El campeonato del mundo se convirtió en una mercancía caliente y, como sabemos, el dinero manda. Los torneos de ajedrez y los jugadores adquirieron una nueva respetabilidad, aunque no todo sobrevivió al propio Fischer. Mi serie épica de matches contra Anatoly Karpov de 1985 a 1990 avivaron las llamas del sponsoreo hasta convertirlas en un incendio –no sólo íbamos a jugar por una más grande gloria soviética ahora que sabíamos que había millones de dólares por ganar. Habíamos aprendido de Fischer más que puro ajedrez. El match del campeonato del mundo del año pasado, en el cual Viswanathan Anand de India defendió su título contra Veselin Topalov de Bulgaria en Sofia, tenía una bolsa de alrededor de tres millones de dólares, a pesar de no contar con publicidad real alguna fuera del mundo del ajedrez. Más allá de las federaciones corruptas y de la falta de una organización coherente entre ellos, los principales jugadores de hoy ganan bastante bien sin tener que, además, enseñar o escribir libros mientras intentan, al mismo tiempo, trabajar en su propio ajedrez.
Joven, famoso, rico y en la cima del mundo, Fischer se tomó primero algún tiempo libre. Luego, un poco más; luego, más. Los grandes torneos eran relativamente escasos por entonces, y no sorprendió a nadie que Fischer no jugara durante el primer año posterior a obtener el título. Pero ¿el segundo año? El ciclo de tres años del campeonato del mundo, manejado por la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), ya estaba en marcha para definir al hombre que desafiaría a Fischer en 1975. Obviamente, no podía esperar hasta entonces para jugar su primer partida después de derrotar a Spassky.
Pero eso fue exactamente lo que hizo. Mucho antes de que esos tres años acabaran, sin embargo, ya tenían lugar las discusiones acerca del formato del match del campeonato mundial de 1975. Sin sorpresas para nadie, Fischer tenía muchas ideas firmes sobre cómo se debía manejar el evento, incluyendo volver al viejo sistema de no limitar el número de partidas. Como con muchos otros de los eternos debates del mundo ajedrecístico sobre Fischer, Brady hace piadosamente corta esta larga historia, dejando al lector decidir si las demandas de Fischer eran o no extremas, pero la justa o descaradamente egoísta FIDE no cedió en todo y para Fischer era todo o nada. Al final, renunció al título.
Esta desconcertante noticia desató uno de las mayores brotes de psicoanálisis in absentia que el mundo haya visto jamás. ¿Por qué no jugaba? ¿Creía tan firmemente que sus sistema para el campeonato era el único correcto que estaba dispuesto a entregar el título? ¿Había sido todo un bluff, una estratagema para ganar una ventaja o más dinero? ¿Siquiera sabía él por qué?
Una teoría que no fue oída mucha era que Fischer podía haber estado más que un poco nervioso acerca del desafiante, el líder de la nueva generación, Anatoly Karpov, de 23 años. De hecho, cuando propuse esta posibilidad en mi libro de 2004 sobre Fischer, My Great Predecessors Part IV, la respuesta hostil fue abrumadora. No se trataba de meras protestas de los fans de Fischer diciendo que había calumniado a su héroe. Hay gran cantidad de evidencia para argumentar que Fischer era el favorito por lejos en el match, si hubiese tenido lugar. Esto incluye el testimonio del propio Karpov, quien dijo que Fischer era el favorito y más tarde estimó sus personales chances de victoria en un 40 por ciento.
No sostengo que Karpov hubiera sido el favorito, ni que fuera mejor jugador que Fischer en 1975. Pero sí creo que hay un fuerte caso circunstancial de que Fischer tenía buenas razones para no apreciar lo que vio de su retador. Hay que recordar que Fischer no había jugado una partida seria de ajedrez en tres años. Esto explica por qué insistía en un match de longitud ilimitada, jugada hasta que uno de los dos jugadores alcanzara diez victorias. Dado que las tablas (empates) predominan en el más alto nivel, un match de ese tipo habría durado probablemente muchos meses, dando a Fischer tiempo para desentumecerse y probar a Karpov, a quien nunca había enfrentado.
Karpov era el producto líder de una nueva generación que Fischer había creado. Tenía un enfoque distinto al de todos los demás jugadores que Fischer había derrotado en su marcha hacia el título y él tenía poca experiencia lidiando con esta nueva especie. En las eliminatorias, Karpov había aplastado a Spassky y luego derrotado a otro bastión de la vieja generación, Viktor Korchnoi. Puedo imaginar a Fischer revisando las partidas de esos encuentros, especialmente el juego meticuloso de Karpov y su mano firme contra Spassky, y empezando a sentir algunas dudas.
Frank Brady descarta esta posibilidad rápidamente, quizás con justicia, dado que no hay forma de que sepamos alguna vez qué había en la cabeza de Fischer o, más desgraciadamente, que podría haber ocurrido si el match Fischer—Karpov hubiera tenido lugar. Pero me sorprendió leer que hubo contemporáneos que atribuyeron la no realización del encuentro puramente a los temores de Fischer. Brady cita al columnista de ajedrez del
New York Times, Robert Byrne, quien escribió un artículo titulado: “El temor de Bobby Fischer a la caída”, justo unos pocos días después de que Karpov recibiera el título. Byrne no mencionaba a Karpov como amenaza –dice que no habría tenido chance alguna–, pero señaló que Fischer siempre había tomado grandes precauciones contra la derrota, al punto de declinar del mismo modo la participación en otros eventos cuando sentía que demasiado quedaba librado al azar.
La refutación de Brady erra el punto: “Lo que todos parecían olvidar era que, sobre el tablero, Bobby no temía a nadie”. ¡Sí, una vez en el tablero, él estaba bien! Donde Fischer tenía sus grandes crisis de confianza era siempre antes de llegar al tablero, antes de subir al avión. El perfeccionismo de Fischer, su absoluta creencia en que no podía fallar, no le permitía poner esa perfección en riesgo. Y en Karpov, no tengo dudas, especialmente después de un corte de tres años, Fischer vio un riesgo significativo.
Uno de los incontables debates sin fin acerca de Fischer era si sus excesos eran producto de un alma desequilibrada pero sincera, o una extensión de su omnívoro impulso de conquista. Fischer tenía principios firmes, pero el depredador que había en él era bien consciente del efecto que sus actitudes y comportamientos tenían sobre sus oponentes. En 1972, el caballeresco Boris Spassky no estaba preparado para lidiar con las dilaciones sin fin de Fischer y las quejas, y jugó muy por debajo de su nivel normal.
Karpov, por su parte, había vencido a Spassky convincentemente en 1974 sin ningún ardid. Se puede sostener un buen caso con el hecho de que el match con Spassky fue uno de los mayores esfuerzos de Karpov y que Fischer no habrá dejado de advertir la cualidad de su retador. Los matices de la vida real a menudo desconcertaban a Fischer, pero siempre veía muy claramente en blanco y negro. Junto con su juego moderno, Fischer habrá visto a un joven duro que no tenía ninguna de las nociones románticas de la generación más vieja y que no se descolocaría por las demostraciones fuera del tablero. (Todos los informes dicen que Fischer era escrupulosamente correcto en el tablero.) Sin importar cuán sincero Fischer pueda haber sido acerca de sus quejas –condiciones de juego, modales del oponente y, siempre, dinero–, eran tan parte de su repertorio como la Defensa Siciliana.
La debacle de la renuncia de Fischer llevó a otra pregunta sin respuesta. ¿Habría jugado Fischer si la FIDE hubiera cedido a todas sus demandas? La FIDE había aceptado todas sus condiciones excepto una: que si el match quedara empatado 9–9, Fischer mantendría el título. Esto significaba que el retador tenía que vencer al menos 10–8, una ventaja sustancial para el campeón. Si la FIDE hubiera accedido y Fischer hubiera aparecido con más demandas, se podría haber cerrado el caso de buena fe. En cambio, nos perdimos el que podría haber sido uno de los más grandes matches de la historia y deberemos preguntarnos eternamente qué hubiera hecho Fischer. Bajo esa luz, 10–8 apenas parece tan gran desventaja.
Irónicamente, después de que Fischer saliera de la escena, la FIDE implementó algunas de sus sugerencias, incluyendo el match ilimitado. Karpov recibió también la protección de la cláusula de revancha, que le dio al menos una ventaja tan grande como la que Fischer había exigido. El absurdo de un match ilimitado sólo se demostró de forma concluyente cuando Karpov y yo nos batimos durante el record de 48 partidas a lo largo de 152 días antes de que el encuentro fuera abandonado sin un ganador. Y sólo jugábamos a seis victorias, no las diez que deseaba Fischer.
Brady ofrece un relato sencillo del ascenso de Fischer al estrellato como el más joven campeón norteamericano de la historia en 1957, a los catorce años, que de allí saltó a la palestra mundial. Desafía la incredulidad que un norteamericano solitario pudiera derrotar a lo mejor que la maquinaria soviética del ajedrez podía producir. Pero incluso Walt Disney hubiera vacilado en concebir la historia de una pobre madre soltera que trataba de completar su educación mientras mudaba a su familia de un lugar a otro y a su joven, distraído hijo, de una escuela a otra –todo ello mientras era investigada por el FBI como posible agente comunista.
Regina Fischer era una mujer extraordinaria y no sólo por producir un hijo campeón del ajedrez. Pese a su preocupación porque Bobby pasaba demasiado tiempo en el tablero, comprendió que era la única cosa que lo hacía feliz y pronto transformó esa pasión en suya. Luchando constantemente por financiar los esfuerzos de su hijo, escribió una vez una carta directamente al líder soviético Nikita Khrushchev pidiéndole que invitara a Bobby a un festival de ajedrez.
Como único hijo, yo mismo, de una decidida madre-manager-promotora, no puedo sino preguntarme qué hubiera sido de Fischer si su situación familiar hubiera sido diferente. Perdí a mi padre a temprana edad, pero, a diferencia de Fischer, estaba rodeado de familia. El padre de Fischer no figuró y, de un modo un poco decepcionante, Endgame falla en aclarar una de las más sórdidas historias que circularon acerca de Fischer en los últimos años, esto es, la fuerte posibilidad de que el científico nacido en Alemania Hans Gerhardt Fischer no fuera el padre de Bobby. Su nombre estaba en el certificado de nacimiento expedido en Chicago en 1943, pero nunca entró en los Estados Unidos desde que Regina se mudara allí de Rusia, via Paris, con su hija Joan. Otro científico, un judío húngaro que enseñaba en los Estados Unidos y de nombre Paul Nemenyi, era muy próximo a Regina y envió dinero a la familia durante años. Sus retratos fotográficos lucen, además, tentadoramente similares al adulto Bobby Fischer. Más allá de una breve mención, sin embargo, Brady, claramente, no está interesado en la controversia.
El foco está puesto en Bobby y el ajedrez, como debe ser, aunque esperaba un poco más de carne en el tema de la naturaleza del prodigio y el desarrollo temprano de Fischer, más allá de su famoso comentario “simplemente resulté bueno” –aunque quizás no hay nada más. La naturaleza del genio puede no ser definible. La pasión de Fischer por los rompecabezas se combinaba con interminables horas dedicadas al estudio y al juego del ajedrez. La habilidad para sostener esas horas de trabajo es, en sí misma, un don innato. El trabajo duro es un talento.
Generaciones de artistas, autores, matemáticos, filósofos y psicólogos han considerado qué es lo que hace a un gran jugador de ajedrez. Más recientemente, científicos con máquinas avanzadas para scanear el cerebro se han unido a la cacería, buscando por sitios calientes de actividad cuando un maestro estudia una movida. Una veta obsesivo-competitiva es suficiente para crear un buen jugador de squash o un buen (o mal) banquero de inversión. No es suficiente para crear a alguien como Fischer.
Esto no es necesariamente un cumplido. Muchos fuertes jugadores de ajedrez llevan adelante carreras exitosas como negociantes de acciones o de divisas, así que supongo que hay una considerable superposición de habilidades requeridas como el cálculo intuitivo y el establecimiento de patrones. La aptitud para jugar ajedrez no es nada más que eso. Mi argumento ha sido siempre que lo que uno puede aprender de usar las propias habilidades–analizar las propias fortalezas y debilidades—es mucho más importante. Si uno puede programarse a sí mismo para aprender de sus experiencias mediante la revisión asidua de lo que funcionó y lo que no, y por qué, el éxito en el ajedrez puede ser muy valioso en verdad. De este modo, el juego me ha enseñado mucho acerca de mis procesos de toma de decisiones que es aplicable en otras áreas, pero ese esfuerzo tiene poco que ver con dones innatos.
La brillantez de Fischer era suficiente para convertirlo en una estrella. Fue su implacable, incluso patológica, dedicación lo que transformó el deporte. Fischer investigaba constantemente, estudiando todo partido de alto nivel en busca de nuevas ideas y mejoras. Estaba obsesiones con rastrear libros y periódicos, incluso con aprender suficiente ruso como para expandir el rango de sus fuentes. Estudiaba a cada oponente, al menos aquellos que consideraba dignos de preparación. Brady relata lo que era cenar con Fischer y oír un monólogo de un increíblemente profundo análisis del adolescente sobre las aperturas de David Bronstein antes de que ambos se encontraran en el torneo de Mar del Plata de 1960. Nadie se ha preparado tan profundamente fuera de los encuentros del campeonato mundial. Hoy, cualquier partida de ajedrez jugada alguna vez, incluso siglos atrás, está disponible para un novato con el click de un mouse. Pero en la era anterior a la computadora, la búsqueda obsesiva de Fischer era una ventaja competitiva fundamental.
En su juego, Fischer era sorprendentemente objetivo, mucho antes de que las computadoras desnudaran tantos dogmas y presunciones que los humanos han usado para navegar el juego por siglos. Posiciones que habían sido consideradas inferiores durante largo tiempo fueron revitalizadas por la habilidad de Fischer para mirar todo con ojos frescos. Sus métodos concretos desafiaban preceptos básicos, tales como que el bando más fuerte debe seguir atacando a las fuerzas sobre el tablero. Fischer demostró que la simplificación –la reducción de fuerzas mediante intercambios de piezas—era, a menudo, la vía más fuerte en tanto se mantuviera la acción. El gran cubano José Capablanca había jugado de este modo medio siglo antes, pero la interpretación moderna de Fischer de “la victoria mediante la claridad” fue una revelación. Su fresco dinamismo comenzó una revolución: el período que va de 1972 a 1975, cuando Fischer estaba ya en su autoexilio como jugador, fue más fructífero en la evolución del ajedrez que toda la década precedente.
El enfoque independiente de Fischer tuvo un impacto aún mayor sobre el mundo del ajedrez que sobre sus resultados personales. No me refiero a ninguna “movida especial”, como imaginan a menudo aquellos que no están familiarizados con el juego. Era simplemente que Fischer jugaba cada juego hasta la muerte, como si fuera la última. Fue este espíritu de lucha lo que sus contemporáneos recuerdan más acerca de él como jugador de ajedrez.
Si el genio es difícil de definir, la locura lo es aún más. Otra vez, debo aplaudir la habilidad de Brady para navegar entre riscos traicioneros como los que presenta Fischer en sus palabras y acciones, al rara vez intentar explicarlas o defenderlas. Ni tampoco intenta diagnosticar a Fischer, quien jamás fue examinado apropiadamente por un profesional, y en cambio fue declarado culpable, inocente o enfermo por millones de amateurs desde lejos. Brady también evita la trampa de argumentar si alguien con una enfermedad mental es o no responsable por sus acciones.
A fines de los ’90, Bobby Fischer comenzó a dar esporádicas entrevistas de radio que mostraron un pozo de odio hacia el mundo que se ahondaba –profanas diatribas antisemitas, júbilo después del 11 de septiembre de 2001. Repentinamente, todo aquello que había sido sólo rumores de los pocos que habían pasado algún tiempo con él desde 1992 era público en Internet. Fue una conmoción para la comunidad del ajedrez, y muchos trataron de responder de una forma o de otra. Fischer estaba enfermo, decían algunos, quizás esquizofrénico, y necesitaba ayuda, no censura. Otros culpaban a sus años de aislamiento, a los fracasos personales, a las persecuciones tanto reales como imaginarias del gobierno norteamericano, de la comunidad ajedrecística y, por supuesto, de los soviéticos, de inspirar su ánimo de venganza.
Claramente, esta completa paranoia estaba mucho más allá de la más calculada “locura” –incluso suscitada en defensa de principios—de sus años de jugador, bien descripta por Voltaire en su Diccionario Filosófico: “Tened en vuestra locura razón suficiente para guiar vuestras extravagancias; y no olvidéis ser excesivamente obstinado y lleno de opiniones”. Esto es, locura deliberada y exitosa que difícilmente puede ser llamada locura. Después de que Fischer dejó el ajedrez, las fuerzas oscuras en su interior no tenían ya un objetivo.
Pese a lo desagradable de su declive, Fischer merece ser recordado por su ajedrez y por lo que hizo por el ajedrez. Una generación de jugadores norteamericanos aprendieron el juego gracias a Fischer y debería continuar inspirando a las futuras generaciones como un modelo de excelencia, dedicación y logro. No hay moraleja al final de una fábula trágica, nada contagioso que necesite una cuarentena. Bobby Fischer fue único, sus fallas tan banales como brillante su ajedrez.